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No te vayas, mamá… Ok, ve

Publicado: 2010-05-12

Mis amigos, quienes siempre tienen la vena humorística con harta sangre corriendo por ella, a veces me cantan las cancioncilla del dibujo “Marco”: “¡No te vayas , mamá; no me dejes aquí! ¡Adiós, mamá, pensaré mucho en ti!”. Lo hacen por mi nombre, Marco Antonio, sin pensar siquiera que los segundos domingos de mayo, estos últimos años, yo también me canto esa canción, para bromearme en esos días huérfanos de madre en que ensayo, sin querer, la vida sin ella. De un tiempo a esta parte, el Día de la Madre, gracias a mi madre, lo paso sin madre.

El motivo es que ella también tiene una madre y viaja a visitarla. Mientras exista mi abuela, y por más que mi madre siga creciendo con los años, nunca dejará de ser hija. He notado en los ojos de Tucha (su apodo de cariño) ese afán por ser escuchada por mi abuela y escucharla, esas ganas de sentarse en la cocina de barro y calaminas en esas banquitas de madera donde se sentaba en su niñez, que son en verdad pedazos de troncos gruesos con corteza incluida. Le encanta atizar, mientras conversan, la bicharra, donde la abuela cocina inhalando humo sin pensar en otro combustible que no sea los árboles de su chacra, y por la cual la cocina a gas que alguna vez le regalaron fue arrinconada a un lado como un simple posaollas.

Esos viajes son, para mi madre, su regreso a la infancia, aquella época mítica en que todos hemos sido felices. Incluso, cuando narra las historias donde mi abuela la correteaba con un palo para pegarle y ella corría hasta el cementerio, se quedaba dormida ahí, y regresaba al día siguiente con una carga de leña recogida del camino (en Lima se estila llegar con el pan para el desayuno), lo hace con una sonrisa de festejo, reviviendo sus travesuras. Es también un viaje de reencuentro con sus hermanos, aquellos niños traviesos de entonces que ahora peinan canas, pero que conservan sus grandes virtudes y sumaron con el tiempo algunos defectos.

Hace poco Stephen Hawking nos sorprendió con la vieja noticia de que uno no puede viajar al pasado, pero sí al futuro. En la práctica cotidiana, no podemos regresar al pasado, pero sí recordarlo in situ, que es una mejor manera de revivirlo.

Por eso, mientras la veía partir en un atestado bus interprovincial, me preguntaba: ¿Cómo no querer volver a la cocina de su infancia, a esos sabores que formaron su paladar?, ¿cómo no regresar a recibir, cincuenta años después, ya madre, un plato de comida de las manos de su propia madre?, ¿cómo no volver a escuchar las historias de fantasmas, duendes, diablos, aparecidos y desaparecidos que fueron las primeras historias que conocía, y reales, antes de conocer la televisión? Son escenas que alguna vez he vivido con ella, como un intruso contemporáneo (nieto), en esa instantánea viviente que es mi familia del lado materno conversando, cocinando y comiendo en esa indestructible sala-cocina-comedor de diario.

Es por eso que la dejo partir tranquila todos los años diciéndole: “No te preocupes, yo estaré bien. Comeré a mis horas; cocinaré lo que sé, como siempre; miraré a mis seis costados, como dices, antes de cruzar la pista”. El futuro es siempre impredecible y apenas podemos conocerlo en el presente. No importa, siempre ve: ten presente que el pasado no para siempre nos espera.


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Letras y otros placeres

Una cita con la palabra escrita y las artes