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El libro enfermo

Publicado: 2010-04-23

La necesidad de una relectura fue el inicio de la vocación. En la caja de cartón que me sirve de librero, Caravanas, de James Michener, se encontraba en plena regresión. De tanto olvido, el libro había querido dejar de serlo y regresar a su condición de madera. Tenía un forro transparente de cuaderno escolar y sus hojas se caían cual hojarasca. El otoño le había llegado en verano, fecha en que, por una indefinible razón metafísica, me cubro del sol a vivir aquello que me está vedado en la vida diaria: una ficción.

Ya la razón común me lo había advertido: un libro viejo que se compra en una feria de suelo, abrasado por el sol y asfixiado en casa en un gueto de cartón no podía durar muchos años. Una sinrazón sentimental me preparaba la mente siempre que debía afrontar la realidad, lo cual es común: el papel aguanta todo; las ficciones tienen un mundo propio donde el tiempo es autónomo; a pesar de sus años, estaba bien conservado; y otras excusas mentales. Mas es cierto que el papel aguanta todo, menos el paso del tiempo: mi libro estaba enfermo.

Yo, que soy un "doctor" de casa, creo saber qué se debe saber en caso de un resfriado, un dolor de muela, un golpe o torcedura, pero ahora era inevitable sucumbir a la realidad: no sabía nada sobre la enfermedad de los libros. La impotencia fue lo único que pudo llevarme a consultar un médico. Higiene y terapéutica del libro, de Juan Almela Meliá, un veterano de 1956, se convertiría en el libro médico de cabecera de mi biblioteca particular.

El diagnóstico: esas manchas en las primeras y últimas páginas eran quemaduras de la cinta scotch y los puntos cafés de las hojas era un síntoma del cáncer libresco que los ácidos del papel habían generado en décadas. Es más, ese ruido microscópico que oía en el silencio de la madrugada en el librero era conocido como "el reloj de la muerte”, cada tic-tac era un mordisco de diminutos bibliófagos que se estaban comiendo literalmente La casa de cartón, de Martín Adán. Una edición de 1974. Lo atravesaron sin compasión y la baba que dejaron al pasar por los túneles pegó las hojas haciendo de La casa de cartóncasi una fortaleza inexpugnable. Eso que yo llamaba antigüedad era lo que tarde o temprano acabaría con ellos.

En el Perú, un país donde el libro es una rareza en la mano, no existen "hospitales" del libro que brinden un servicio adecuado de rehabilitación. Es más, la mayoría no cree necesitarlo, un libro puede vivir tranquilo unas décadas y puede ser útil y sostenerse moribundo más años que su dueño. Una razón para que las bibliotecas del Perú no brinden un servicio sistematizado de restauración de libros al público en general. Para reparar la casa de Martín Adán y seguir la marcha de las caravanas de James Michener había que estudiar algo así como medicina de papel y ser un bibliófilo.

Para un coleccionista, una mancha café es un signo de antigüedad, y el libro así enfermo se convierte en un fetiche, en algo  "digno de culto". El bibliófilo, en cambio, conoce —a la par de las debilidades y fortalezas intelectuales del libro— sus debilidades físicas y trata de minimizarlas. Sabe que aquellos folios rojos no se deben a una moda de primavera, sino a la oxidación que los está haciendo polvo. Cuida la colección y se apena cuando a los libros les llega el "otoño", cuando, cual árbol, comienza a perder las hojas. El bibliófilo es un amante cautivo que cuida y agranda su harem de papel, mientras que el bibliómano es un simple esnob coleccionista.

Bibliófilo desesperado, fungí de médico. Había que tenerlos en cuarentena para que otros no se contagien, quitar todas las cintas adhesivas y remover el pegamento causante de las "quemaduras". También necesitaban un cambio de clima, alejarlos de lugares húmedos, por los hongos, y de la ventana, porque corren el riesgo de morir disecados. Sacarlos a pasear al aire libre, orearlos y sacudirles el polvo —y con ello, a los vulgares sarcomas devoradores— eran tareas a realizar tres o cuatro veces al año. Y cuanto antes, buscar un estante adecuado. La pasión por la lectura me ha impulsado a convertirme en un autodidacto médico de papel. Aunque el panorama me augure que no pasaré de ser un curandero de pueblo olvidado y remoto.

(un texto para recordar escrito por mí en 2002 - mf)


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Letras y otros placeres

Una cita con la palabra escrita y las artes